La micro y dos desconocidas
La Musa Trágica
Nunca pude mirarte a los ojos. Ni siquiera llegué a conocerte. No hay certeza alguna, sólo un punto de inflexión y todo cambia. Nada tiene sentido alguno. Salí de mi casa tarde, como siempre. Demoré en salir por culpa de la tarde calurosa que tenía flojos mis movimientos y hacía que mis confusos pensamientos se pasearan con letargo entre las paredes de mi cabeza. Mientras yo me miraba en el reflejo de los vidrios de las micros que pasaban por el paradero, tú -tal vez- terminabas tu última clase en la Universidad o salías de casa o del trabajo a encontrarte con alguien.
Yo me subí a la 132 Macul Renca con desgano y agarré un buen asiento a la sombra al lado de un tipo guapo de terno oscuro. Abrí mi libro, ese de quienes sobrevivieron a sus propios fusilamientos y, como cada vez que lo leo, pude terminar una sola historia. El tipo de terno oscuro se paró y yo tomé su puesto. Diez de Julio se convertía en Irarrázabal. El que hasta entonces era mi lugar lo ocupó una joven de senos casi tan grandes como los míos con rasgos duros, morena, de voz fuerte. Una amiga se sentó en su falda y ella reclamó que le dolían las piernas. Yo cerré el libro.
Tú, supongo, emprendías tu rumbo a casa o al encuentro con esa persona. También te agobiaba el calor y el sol te quemaba el cuero cabelludo que tus mechas rubias no lograban proteger.
Las niñas a mi lado discutían por unos mensajes de texto que el “culiao” le mandaba incesantemente a una de ellas, pero cuyo destinatario era la otra. Yo las escuchaba atenta, tratando de entender una historia ajena, mirándole las manos a la mujer de senos grandes y voz ronca. Trataba de verle, de reojo claro, la manera en que movía la boca cuando pronunciaba unos garabatos que sonaban tan graciosos en su voz dura. Me puse los lentes, jugué con mis anillos y me pinté los labios, tratando de disimular que no quería perderme detalle de la conversación. Irarrázabal con Campos de Deporte.
Tú, al parecer, ibas sola. Camino a un lugar indeterminado que sin duda te tenía con prisa. Ansiosa. Me pregunto que pensabas mientras caminabas presurosa: En un hombre tal vez, en una cuenta por pagar, en que tenías hambre, en que querías llegar pronto y dejar de lado el pesado bolso verde que cargabas, en el calor, en sacarte el chaleco de hilo y tomarte un vaso de agua, en sexo, en música, en tus padres, en una de tus amigas que acaba de terminar con su pololo, en una mala nota, en un trabajo, en dinero… Irarrázabal llegando a Macul.
Las niñas a mi lado no lograban ponerse de acuerdo y yo miré por la ventana, hastiada de esa conversación sin sentido que ya no era divertida porque nunca logré establecer con claridad a todos los personajes.
Supongo que tú querías cruzar rápido y no te diste cuenta de nada. Yo no te vi cuando miré por la ventana, no sé por donde venías ni hacia donde ibas. Yo no escuché nada. En un momento todo se detuvo y el ruido bajó de intensidad como si presagiara que debía guardar silencio para lo que venía. Justo cuando la micro doblaba por Macul alguien gritó y la máquina se detuvo. El barullo volvió en cosa de segundos y un hombre sentado en uno de los primeros asientos gritó que habían atropellado a alguien. La gente se agolpó al lado izquierdo de la micro y la niña de voz ronca se paró a mirar. Nadie veía nada, hasta que una mujer se asomó por la ventana que está al lado del cobrador automático y gritó que estabas en el suelo. Se largó a llorar. El chofer se paró atónito y mientras la gente le gritaba que “qué onda weón, te piteaste a una cabra”, él también se puso a llorar. Nunca vi a un chofer de micro verse tan indefenso. Mientras estaba ahí parado, llorando, atónito, diciendo que él no quiso hacerlo, me di cuenta que tenía los ojos azules y que su camisa al tono los hacía resaltar.
No sé si pensé que necesitarías ayuda, o fue puro morbo, pero bajé de la micro corriendo y un par de personas me siguieron. Pasé por delante de la máquina, te busqué con la mirada y no te encontré hasta que te divisé debajo de la rueda trasera partida en dos, con uno de tus brazos doblado de mala manera, con tu pelo rubio cubriendo tu rostro, con tu boca que desbordaba los órganos que reventaron dentro tuyo. Nunca había visto a una persona partida en dos. Nunca había visto a una persona recién muerta. La rueda estaba sobre ti. Pensé que debían mover la máquina para que no te causaran presión. Vi tu chaleco de hilo con flores, tu bolso verde colgado de tu hombro ahora aplastado por la doble rueda de la micro. Vi tu bracito mal doblado y me dieron ganas de acomodártelo para que quedaras en posición de sueño y no de muerte. Me dieron ganas de sacarte el pelo rubio de la cara, acariciártelo por la frente y poder ver tus ojos. Me dieron ganas de sacarte de esa vitrina macabra y ponerte sobre el pasto para que durmieras tranquilita. Me dieron ganas de no haberme subido a esa micro y de que algo a ti te hubiera retrasado un poco. Me dieron ganas de llorar. Y fue eso lo único que finalmente hice. Mientras lloraba y te miraba, trataba inútilmente de marcar el número de los pacos. La gente que estaba a mi lado también lloraba. “Pobrecita”, decían. Tu piel blanca empezó a ponerse azul y tu bracito ni siquiera logró acomodarse. Llorando llamé a mis amigas para decirle de ti, de que acaba de conocerte en el momento de tu muerte. No sé como te llamabas y tal vez nunca lo sepa. No sé a donde ibas, qué soñabas, a quién querías, cuál era tu plato favorito, que música escuchabas, qué detestabas, qué te hacía vibrar, cómo pensabas morir. Me dio rabia el puto destino y pensé si últimamente le he dicho a mis padres que los amo, a mis hermanas, a mis amigos… pensé que yo podría haber estado cruzando la calle y en un segundo transformé tu muerte en un supuesto y me victimicé un poco. Me sentí increíblemente vulnerable. Luego volví a llorar pensando que diría la gente que te quiere cuando le avisen que absurdamente moriste bajo la rueda de una micro, que te partió en dos, que no te permitió ni siquiera protestar, o suplicar, o pedir razones.
Mientras no podía dejar de mirarte, me dije a mí misma que debo ser más precavida e inmediatamente después me puse a pensar en todo lo que quería hacer hoy y no hice. En que todo es impostergable, porque nunca voy a tener la certeza de que exista el próximo instante. Pensé en la intensidad de un momento. Pensé en que no sé nada. Todo esto es absurdo, incomprensible y sin sentido. Sólo sé que tú estás muerta y, ahora, yo estoy viva.
Yo me subí a la 132 Macul Renca con desgano y agarré un buen asiento a la sombra al lado de un tipo guapo de terno oscuro. Abrí mi libro, ese de quienes sobrevivieron a sus propios fusilamientos y, como cada vez que lo leo, pude terminar una sola historia. El tipo de terno oscuro se paró y yo tomé su puesto. Diez de Julio se convertía en Irarrázabal. El que hasta entonces era mi lugar lo ocupó una joven de senos casi tan grandes como los míos con rasgos duros, morena, de voz fuerte. Una amiga se sentó en su falda y ella reclamó que le dolían las piernas. Yo cerré el libro.
Tú, supongo, emprendías tu rumbo a casa o al encuentro con esa persona. También te agobiaba el calor y el sol te quemaba el cuero cabelludo que tus mechas rubias no lograban proteger.
Las niñas a mi lado discutían por unos mensajes de texto que el “culiao” le mandaba incesantemente a una de ellas, pero cuyo destinatario era la otra. Yo las escuchaba atenta, tratando de entender una historia ajena, mirándole las manos a la mujer de senos grandes y voz ronca. Trataba de verle, de reojo claro, la manera en que movía la boca cuando pronunciaba unos garabatos que sonaban tan graciosos en su voz dura. Me puse los lentes, jugué con mis anillos y me pinté los labios, tratando de disimular que no quería perderme detalle de la conversación. Irarrázabal con Campos de Deporte.
Tú, al parecer, ibas sola. Camino a un lugar indeterminado que sin duda te tenía con prisa. Ansiosa. Me pregunto que pensabas mientras caminabas presurosa: En un hombre tal vez, en una cuenta por pagar, en que tenías hambre, en que querías llegar pronto y dejar de lado el pesado bolso verde que cargabas, en el calor, en sacarte el chaleco de hilo y tomarte un vaso de agua, en sexo, en música, en tus padres, en una de tus amigas que acaba de terminar con su pololo, en una mala nota, en un trabajo, en dinero… Irarrázabal llegando a Macul.
Las niñas a mi lado no lograban ponerse de acuerdo y yo miré por la ventana, hastiada de esa conversación sin sentido que ya no era divertida porque nunca logré establecer con claridad a todos los personajes.
Supongo que tú querías cruzar rápido y no te diste cuenta de nada. Yo no te vi cuando miré por la ventana, no sé por donde venías ni hacia donde ibas. Yo no escuché nada. En un momento todo se detuvo y el ruido bajó de intensidad como si presagiara que debía guardar silencio para lo que venía. Justo cuando la micro doblaba por Macul alguien gritó y la máquina se detuvo. El barullo volvió en cosa de segundos y un hombre sentado en uno de los primeros asientos gritó que habían atropellado a alguien. La gente se agolpó al lado izquierdo de la micro y la niña de voz ronca se paró a mirar. Nadie veía nada, hasta que una mujer se asomó por la ventana que está al lado del cobrador automático y gritó que estabas en el suelo. Se largó a llorar. El chofer se paró atónito y mientras la gente le gritaba que “qué onda weón, te piteaste a una cabra”, él también se puso a llorar. Nunca vi a un chofer de micro verse tan indefenso. Mientras estaba ahí parado, llorando, atónito, diciendo que él no quiso hacerlo, me di cuenta que tenía los ojos azules y que su camisa al tono los hacía resaltar.
No sé si pensé que necesitarías ayuda, o fue puro morbo, pero bajé de la micro corriendo y un par de personas me siguieron. Pasé por delante de la máquina, te busqué con la mirada y no te encontré hasta que te divisé debajo de la rueda trasera partida en dos, con uno de tus brazos doblado de mala manera, con tu pelo rubio cubriendo tu rostro, con tu boca que desbordaba los órganos que reventaron dentro tuyo. Nunca había visto a una persona partida en dos. Nunca había visto a una persona recién muerta. La rueda estaba sobre ti. Pensé que debían mover la máquina para que no te causaran presión. Vi tu chaleco de hilo con flores, tu bolso verde colgado de tu hombro ahora aplastado por la doble rueda de la micro. Vi tu bracito mal doblado y me dieron ganas de acomodártelo para que quedaras en posición de sueño y no de muerte. Me dieron ganas de sacarte el pelo rubio de la cara, acariciártelo por la frente y poder ver tus ojos. Me dieron ganas de sacarte de esa vitrina macabra y ponerte sobre el pasto para que durmieras tranquilita. Me dieron ganas de no haberme subido a esa micro y de que algo a ti te hubiera retrasado un poco. Me dieron ganas de llorar. Y fue eso lo único que finalmente hice. Mientras lloraba y te miraba, trataba inútilmente de marcar el número de los pacos. La gente que estaba a mi lado también lloraba. “Pobrecita”, decían. Tu piel blanca empezó a ponerse azul y tu bracito ni siquiera logró acomodarse. Llorando llamé a mis amigas para decirle de ti, de que acaba de conocerte en el momento de tu muerte. No sé como te llamabas y tal vez nunca lo sepa. No sé a donde ibas, qué soñabas, a quién querías, cuál era tu plato favorito, que música escuchabas, qué detestabas, qué te hacía vibrar, cómo pensabas morir. Me dio rabia el puto destino y pensé si últimamente le he dicho a mis padres que los amo, a mis hermanas, a mis amigos… pensé que yo podría haber estado cruzando la calle y en un segundo transformé tu muerte en un supuesto y me victimicé un poco. Me sentí increíblemente vulnerable. Luego volví a llorar pensando que diría la gente que te quiere cuando le avisen que absurdamente moriste bajo la rueda de una micro, que te partió en dos, que no te permitió ni siquiera protestar, o suplicar, o pedir razones.
Mientras no podía dejar de mirarte, me dije a mí misma que debo ser más precavida e inmediatamente después me puse a pensar en todo lo que quería hacer hoy y no hice. En que todo es impostergable, porque nunca voy a tener la certeza de que exista el próximo instante. Pensé en la intensidad de un momento. Pensé en que no sé nada. Todo esto es absurdo, incomprensible y sin sentido. Sólo sé que tú estás muerta y, ahora, yo estoy viva.
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